En una magnífica iglesia latinoamericana, se produjo un grave conflicto. Parecía imposible que en una iglesia tan buena ocurriese una crisis tan seria. La congregación era numerosa y crecía visiblemente, el pastor era un siervo consagrado, fiel a la Biblia, notable predicador y escritor. Todos los cultos eran una inspiración. Pero un día llegó el tornado.
Entonces surgió el conflicto. Un grupo de miembros se solidarizó con las buenas tradiciones que encarnaba el pastor mayor. Otro grupo se identificó con las sanas inquietudes del pastor más joven. Y estalló la crisis. La congregación, hasta entonces sólidamente unida, se dividió. Las fricciones se multiplicaron y causaron heridas en familias y enfrentamientos entre amigos. Finalmente, el grupo fiel al pastor anterior se separó de la congregación y constituyó otra iglesia. Notemos que ambos grupos querían hacer las cosas bien. Ambos grupos creían en sus propias razones. Pero no supieron cómo resolver el problema, y el Diablo aprovechó para sembrar sentimientos hostiles y dolorosas enemistades. Esta es una recopilación de hechos ocurridos, en diferentes tipos de iglesias y que guardan semejanza con muchos casos similares en todo el mundo.
Es de esperar que ocurran conflictos en el seno de una buena iglesia, igual que en una iglesia que no sea tan buena. No quiero decir que «es deseable», sino que «es de esperar», pues la naturaleza humana suele estar predispuesta a crear conflictos. Por ejemplo, los discípulos de Jesús solían tener conflictos entre sí. En Mr. 9:33-34 leemos que Jesús «llegó a Capernaum; y cuando estuvo en casa, les preguntó: ¿Qué disputabais entre vosotros en el camino? Mas ellos callaron; porque en el camino habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor». En Hch. 15:36-41 encontramos la historia del conflicto entre Pablo y Bernabé a causa de Marcos, porque Bernabé quería llevarlo y Pablo lo rechazaba. En Gá. 2:11-14 se relata otro conflicto entre Pablo y Pedro. En 1 Co. 1:10-17 se mencionan los conflictos internos en la iglesia de Corinto entre supuestos seguidores de Pablo, Apolos, Cefas y Cristo. Es decir, según se observa, en el NT los conflictos se describen con frecuencia.
Sé del caso de una iglesia que atravesó un serio problema cuando el Ministro de Música separó del coro a un hermano que cantaba mal. Pese a su buena voluntad, era un cantante desafinado, de voz fuerte, que malograba cualquier interpretación de un himno. Evidentemente, el canto no era su don. Pero él no quiso aceptar la decisión del Ministro de Música y, con toda su familia, produjo un gran disturbio en la iglesia. También sé de otro caso donde los miembros tuvieron serias desavenencias en cuanto al color con que debían pintarse las paredes del templo. Sin embargo, todas estas cosas, aunque indeseables, ocurren en las iglesias. Son «casi normales». En vez de rasgarnos las vestiduras, sería mejor ver cómo evitar o cómo solucionar esta clase de trastornos.
Quitando las raíces viejas de amargura
En Hb.12:14-16 hay una excelente recomendación bíblica. «Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor. Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados; no sea que haya algún fornicario, o profano, como Esaú, que por una sola comida vendió su primogenitura». Este pasaje contiene una adecuada fórmula para prevenir o para remediar los conflictos en la iglesia.
«Seguid la paz con todos, y la santidad» es una exhortación a evitar los enfrentamientos. Los hebreos estaban siempre predispuestos a discutir con los inconversos o los más débiles en la fe, sin entender el propósito de Dios. En vez de seguir la paz, hacían la guerra. Habían practicado la polémica habitualmente, como lo hacían cuando Pablo visitaba las sinagogas, y después de convertirse conservaban el hábito. Por eso el autor de la epístola los exhorta a seguir (en griego, dioko palabra que se usa para describir la acción de «correr rápidamente en pos de alguien») la paz es decir, a buscar la paz con los demás en forma urgente, y avanzar en la santificación sin dar lugar a las disensiones. La gente de nuestras iglesias debe ser enseñada a buscar la paz de la manera que aquí se exhorta: ¡con diligencia, con urgencia!
«Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios, que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados». Esta expresión confirma lo ya escrito en Dt. 29:18: «no sea que haya en medio de vosotros raíz que produzca hiel y ajenjo». Estos pasajes pueden compararse con la exhortación de Pablo en Fil. 2:12: «ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor». Debemos permanecer en constante estado de alerta, observando atentamente si los efectos de la gracia se manifiestan realmente en nosotros. En uno de los manuscritos de la versión de los LXX se dice: «una raíz de amargura que cause disturbio». La raíz de amargura implica, a la luz de Deuteronomio, claudicación en la fidelidad a Dios alejamiento, abandono de la fe. Esto suele producirse como consecuencia de enfrentamientos personales. Hay cristianos que se apartan del Señor a causa de serios conflictos en la iglesia. Esa actitud es contagiosa, y «por ella muchos son contaminados».
Hay viejas raíces de amargura que estorban durante muchos años. Conocí el caso de dos matrimonios que habían pertenecido a la misma iglesia y, debido al resentimiento causado por una diferencia de opiniones, estuvieron enemistados durante más de treinta años. La muerte les llegó sin que se hubieran reconciliado. Se habían disgustado por razones triviales pero siempre rechazaron todo intento de mediación. Vivían a poca distancia el uno del otro, pero a medida que pasaba el tiempo la raíz adquiría mayor profundidad y había miembros de su congregación que se inclinaban a apoyar a una u otra posición. Los principales protagonistas no podían perdonarse entre sí. No se saludaban. Las familias enfrentadas decidieron congregarse en distintas iglesias, donde fueron continuamente exhortadas, amonestadas o reprendidas, sin resultado alguno. Tenían en sus casas hermosos cuadros con pasajes bíblicos, pero las raíces del rencor habían penetrado profundamente en sus vidas, y con su conducta habían escandalizado a mucha gente. Excepto uno, todos sus hijos se apartaron del Señor.
Analizando ese conflicto podemos pensar en qué cosas podrían haberse hecho de parte de la iglesia para prevenirlo o solucionarlo: 1) Es necesario que la conducta a seguir en casos de conflicto sea frecuentemente enseñada a la congregación, de modo que los miembros aprendan como comportarse antes que los problemas ocurran. Por ejemplo, el camino indicado por Jesús en Mt. 18:15-22 debiera ser repetidamente estudiado. Creo que aquellas familias omitieron ese paso por ignorancia o porque el énfasis en la iniciativa conciliadora no fue desarrollado con la indispensable claridad o con la adecuada frecuencia; 2) La intervención de los pastores consejeros debe ser inmediata, tan pronto se toma conocimiento del estallido del conflicto, para evitar -por ejemplo- que un incidente anecdótico se transforme en un doloroso drama, como ocurrió en el caso que hemos comentado; 3) La iglesia debe orar intensamente por las familias o por las personas enfrentadas, procurando no tomar partido ni asumir actitudes que conduzcan a divisiones en el seno de la congregación; 4) Es preciso recordar en todos los casos que, según 1 Co. 13, los conflictos se resuelven con amor. La solución pertenece al Espíritu Santo, y su fruto provee todo lo que hace falta (Gá. 5:22-23). Sólo así pueden quitarse las raíces viejas de amargura.
En algunos casos, excepcionalmente, es necesario que la iglesia adopte algún tipo de medida disciplinaria. Pero esto no conviene hacerlo si la disciplina en general no ha sido antes un tema habitual de predicación y estudio en la congregación, para que la disciplina sea bien interpretada y correctamente ejercida, a la luz de la Biblia. Las medidas disciplinarias también deben ser aplicadas con amor, procurando restaurar a los caídos (Gá. 6:1).
Cómo se maneja una típica lucha de poderes
Generalmente, una típica lucha de poderes es una lucha entre líderes o una lucha entre aspirantes a líderes. Estas luchas suelen producirse por diversos motivos y en distintos niveles.
1) Puede ser una lucha inocente, expresión de un deseo ingenuo: Es la infantil lucha de los niños que desean ser presidentes o secretarios de su clase en la escuela dominical, sin la intención de ejercer autoridad. Los maestros deben evitar que en ellos se desarrolle un orgullo perjudicial o cualquier actitud que pudiera afectar el desarrollo de su personalidad. Si el niño aprende a ocupar su cargo con humildad, difícilmente participará en luchas de poderes cuando sea mayor.
2) Puede ser una lucha muy humana pero con buenas intenciones: En las áreas rurales y en iglesias pequeñas (sin excluir iglesias grandes), hay buenos hermanos, muy amigos entre sí, pugnan cordialmente procurando ser elegidos para algún cargo que ellos creen que pueden cumplir con eficacia. Luchan lealmente en una dimensión humana, pero tienen buenas intenciones y no están enemistados entre sí. Desean servir a la iglesia y, en algunos casos, no siempre han consultado debidamente al Señor. Cuando uno de ellos resulta elegido, el otro lo felicita de todo corazón. Si alguien imaginaba que había un conflicto, esa idea se diluye por sí misma. Con algunas diferencias, algo más o menos parecido pudo pasar cuando la iglesia primitiva tuvo que elegir entre José y Matías, ambos muy respetados por la congregación de Jerusalén, para reemplazar a Judas Iscariote (Hch. 1:23-26). Es evidente que no hubo batalla electoral ni estuvieron en juego las ambiciones personales. Notemos que en este caso sí se pidió en oración que el Señor mostrase a quién Él había elegido. Es decir, en ese caso no hubo luchas humanas, pero sí hubo buena intención y búsqueda de la voluntad de Dios.
3) Puede ser una lucha entre líderes que quieren imponer su propio criterio: Este es un caso relativamente común en la Biblia, y hay varios ejemplos en el NT. Uno de los episodios más conocidos es el enfrentamiento entre Pablo y Bernabé (Hch. 15:36-41). Ambos eran líderes prominentes en la iglesia de Antioquía (Hch. 13:1) y el Espíritu Santo los había llamado a la obra misionera (13:2). En el primer viaje misionero llevaron con ellos a Marcos, sobrino de Bernabé, pero el joven Marcos los abandonó en Perge de Panfilia y regresó a Jerusalén (13:13), donde vivía su familia (ver 12:12). Debido a esa actitud, Pablo no quiso que Marcos los acompañase en el segundo viaje misionero. Bernabé pensaba lo contrario. Evidentemente, Pablo y Bernabé eran obstinados y en esta lucha su ejemplo no fue muy edificante. Eran líderes fuertes. La iglesia fue discreta y actuó con madurez, sin declararse a favor de uno o de otro. ¡Y Dios se encargó de solucionar el conflicto formando dos equipos misioneros y enviándolos a dos áreas diferentes! Cuando dos líderes maduros, honestos, no se ponen de acuerdo entre sí, pueden conservar la amistad y servir en ministerios diferentes. Según 1 Co. 9:6 (pasaje que fue escrito tiempo después) es evidente que Pablo seguía conservando un vínculo afectivo con Bernabé, pese a sus ocasionales diferencias de opinión. Con el tiempo también fueron sanadas las heridas de Marcos. En 2 Ti. 4:11 el apóstol Pablo dice: «Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio». (Ver también Col. 4:10-11 y Flm. 24).
El NT también se relatan otros problemas entre líderes. Según Gá. 2:11-14 en Antioquía hubo un conflicto entre Pablo y Pedro por distintos criterios en cuanto a la actitud a seguir con los gentiles y con los cristianos judaizantes. Sin duda este conflicto fue superado con buen espíritu, habiendo sido protagonizado por dos apóstoles de la talla de Pedro y Pablo. El arreglo fue inmediato, aclarando las cosas con toda transparencia. Pedro fue reprendido públicamente, «delante de todos», por Pablo. Pero el apóstol Pedro calló, y no intentó defenderse con una discusión poco edificante. Reaccionó con humildad, ¡qué buen ejemplo! Años más tarde Pedro se refirió afectuosamente «a nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le ha sido dada» (2 P. 3:15-16). Como todos podemos observar, estas discusiones a nivel apostólico se manejaban con amor, con humildad, con el buen deseo de no hacer daño a ninguna congregación. Es un excelente modelo para nosotros hoy.
Es natural que entre los líderes haya diferencias de opinión que produzcan conflictos. Tal fue el caso de Pablo y Bernabé. Un escritor señala que Bernabé tenia «un corazón bondadoso» y Pablo «una mente lógica». Pero eso no significa que Pablo no fue también bondadoso. Cada uno de ellos tenía su propia manera de pensar y ambos querían hacer la voluntad de Dios. Ellos descubrieron no siempre Dios quiere que todos hagan la misma cosa. Muchas veces Dios quiere que hagamos cosas diferentes (1 Co.12:4-6).
Los problemas serios se presentan cuando dos líderes se enfrentan para imponer su propio criterio creando una típica lucha de poderes, es decir, utilizando sus influencias humanas o sus recursos carnales. Pienso que ése fue el caso de Evodia y Síntique (Fil. 4:2-3), dos mujeres que, después de haber servido eficazmente al Señor junto a Pablo, protagonizaron un delicado conflicto entre ellas. La exhortación a que sean «de un mismo sentir en el Señor» no implicaba necesariamente que ambas debían trabajar en el mismo tipo de ministerio, sino que ambas debían regocijarse en el servicio a la causa de Cristo y abandonar sus actitudes de recíproca hostilidad. Aunque los versículos siguientes se dirigen a toda la iglesia, son de especial aplicación al caso de estas dos mujeres que, evidentemente, estaban enfrentadas por razones carnales. Por eso es de especial aplicación el versículo 8, sin omitir el resto del pasaje. Allí encontramos una buena estrategia conciliadora para utilizar en nuestros días.
4) Puede ser una Iucha por el gobierno de una iglesia o de un organismo religioso: Un buen ejemplo es Diótrefes (3 Jn. 9-10), a quien le gustaba «tener el primer lugar entre ellos», es decir, ejercer el gobierno de la iglesia. Según el texto parece que Diótrefes tenía un cargo en la congregación pero no estaba conforme. Ambicionaba todo el poder. Para ello interfería la correspondencia, trataba de deteriorar la imagen de Juan («parloteando palabras malignas contra nosotros», v.10), y se negaba a recibir a los hermanos que, en general, venían de parte del apóstol. A ello sumaba otras actitudes agresivas: a los miembros de la iglesia les prohibía recibir a esos visitantes, y a los que los recibían los expulsaba de la congregación. Evidentemente, Diótrefes no lograba que todos le obedecieran, porque allí había algunos miembros influyentes, Gayo, que -pese a la prohibición- recibían a los hermanos en sus propias casas. Esos hermanos eran misioneros que «salieron por amor del nombre de Él» (vs.5-8).
En el mundo helénico era costumbre de los cristianos primitivos cambiar su nombre si tal nombre era abiertamente pagano y tenía algunas connotaciones idolátricas. Diótrefes no había respetado esa costumbre. Dio se refería al dios Zeus y trefes (trepho) al verbo alimentar. Por eso Diótrefes significa «alimentado por Zeus». Siendo líder de la iglesia, el hecho de conservar ese nombre podía indicar que Diótrefes no había roto del todo con el paganismo. Además, su ambición demostraba que dentro de la iglesia pretendía un poder político, al estilo de los lideres mundanos. Aspiraba a tener una jerarquía indiscutible, sin la influencia del apóstol Juan y sin la intervención de los molestos misioneros y predicadores itinerantes que recorrían la región. Su lucha era una «lucha sucia», que entristecía al hermano Gayo (otro de los lideres) y a gran parte de la iglesia.
¿Qué hizo el apóstol Juan? Pese a su autoridad apostólica, no separó a Diótrefes de su cargo, ni pidió que la iglesia lo hiciera. El apóstol se limitó a anunciar su visita (vs.10,13,14) e informar que entonces él «recordaría» las palabras malignas de Diótrefes. Es probable que, siguiendo fielmente las instrucciones de Jesús en Mt. 18:15-22, su intención haya sido entrevistar personalmente a Diótrefes y buscar una solución al problema. Supongo que su propósito de conversar «cara a cara» con Gayo (v.14), un cristiano fiel, era -entre otras cosas- el de considerar la situación. Sin duda, al decir «la paz sea contigo» (v.15), Juan también pensaba en buscar la paz para aquella iglesia, en vez de optar por una «guerra sin cuartel».
Creo que Juan recordó sus propias ambiciones juveniles, cuando él y su hermano se dirigieron a Jesús y le dijeron: «Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda» (Mr. 10:37). Los discípulos de Jesús (todos) no fueron ajenos a la lucha por el poder. «Hubo también entre ellos una disputa sobre quién de ellos seria el mayor» (Lc. 22:24), con pretensiones semejantes a las de Diótrefes. Sin duda el apóstol no había olvidado las palabras del Señor: «El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos» (Mr. 10:43-44). Es muy posible que Juan haya visitado a Diótrefes, para relatarle su propia experiencia con Jesús. Una conversación personal, guiada por el Espíritu Santo, ahorra muchos conflictos.
5) Puede ser una lucha entre grupos sólo por razones carnales: En 1 Co. 1:11 y 12, la familia de Cloé informó al apóstol sobre la existencia de conflictos en la iglesia, a causa de la lucha entre grupos de creyentes. «Cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo». La dura contienda entre estos partidos estaba causando divisiones en la congregación. Por supuesto, mencionaban nombres de personalidades cristianas: Pablo, Apolos, Pedro (Cefas), y aun el propio Cristo, invocado por los infaltables «super espirituales» (si hubieran sido auténticos, el apóstol no los habría reprendido). El lema parecía ser: «soy más santo que tú» (comparar Is. 65:5) como decían los judíos que iban «por camino no bueno, en pos de sus pensamientos» (65:2). Aparentemente, esos cuatro grupos de la iglesia de Corinto permanecían obstinadamente en sus propios partidos y eran inflexibles en sus actitudes. ¡Pero todos estaban equivocados! Pablo los reprendió severamente: «¿Acaso está dividido Cristo? ¿Fue Pablo crucificado por vosotros? ¿0 fuisteis bautizados en el nombre de Pablo?» (v.13). La primera pregunta no estaba dirigida únicamente a los «super espirituales» sino a todos en general. Con sus grupos enfrentados entre sí, ellos asumían una actitud destructiva para la vida espiritual de la congregación. Por ello Pablo no se identificó con ninguno de los cuatro partidos.
El problema no consiste tan sólo en la diferencia de opiniones, sino en la actitud de creyentes contenciosos y engreídos que asumen posiciones de supuesta infalibilidad y actúan con peligrosa autosuficiencia y agresiva intolerancia con los que tienen otro criterio. Buscan o forman grupos que los apoyen, sin clamar a Dios para buscar su dirección ni someterse al gobierno del Espíritu Santo. Dado que los grupos de Corinto admiraban a hombres sabios, Pablo les dijo: «Cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Co. 2:1-5). Cuando los movimientos religiosos se fundan en la supuesta sabiduría humana, carecen del verdadero poder de Dios. Para superar las divisiones, el apóstol enfatiza al fin de la segunda epístola: «Por lo demás, hermanos, tened gozo, perfeccionaos, consolaos, sed de un mismo sentir, y vivid en paz; y el Dios de paz y de amor estará con vosotros» (2 Co. 13:11).
La fórmula para resolver un conflicto
He leído que «un conflicto en una iglesia saca a relucir lo mejor y lo peor». ¿Qué es lo mejor? La actitud de los pacificadores. «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt. 5:9). ¿Qué es lo peor? La pérdida del dominio propio «Como ciudad derribada y sin muro es el hombre cuyo espíritu no tiene rienda» (Pr. 25:28). Al respecto, Santiago exhorta «mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo para hablar, tardo para airarse; porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios» (Stg. 1:19-20).
La fórmula para resolver un conflicto es el amor. Según la Palabra de Dios, «el amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co. 13:4-7). Ese amor es fruto del Espíritu Santo (Gá. 5:22-23), NO «del cristiano». Si somos cristianos verdaderos, el Espíritu está en nosotros (Ro. 8: 9,14,16). Y si el Espíritu Santo está en nosotros, Él da su fruto. Es decir, este amor no puede faltar, porque el Espíritu no es estéril.
Ante el riesgo de conflictos en la iglesia, debemos aprender a aceptarnos unos a otros como consecuencia del genuino amor fraternal. Melanchton, teólogo del siglo dieciséis, decía: «En lo esencial, unidad; en lo no esencial, libertad; en todas las cosas, caridad». Nosotros leemos «por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios» (Ro. 15:7). En Ef. 5:21 Pablo dice: «Someteos unos a otros en el temor de Dios». En Ro. 12:10 se expresa: «En cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros». Y en Fil. 2: 3-4, nos encontramos con esta seria exhortación: «Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros». Todas estas cosas son las maneras como el amor se expresa en la iglesia a través de los verdaderos cristianos, y resuelve así los conflictos. Cuando obedecemos a la Palabra de Dios, dejamos de pensar en nuestra propia importancia. Pablo podía decir de sí mismo: «A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo» (Ef. 3:8). Quien piensa ser el más pequeño, no pretende ser el mayor; no engendra no engendra luchas por el poder. Juan el Bautista, refiriéndose a Jesús, dijo: «Es necesario que Él crezca, pero que yo mengüe» (Jn. 3:30).
Nunca he olvidado las paradójicas palabras de la oración de un poeta cristiano que leí por primera vez en mi adolescencia: Que sea yo, dulce Dueño, cada día más pequeño, para ser siempre mayor.
Samuel Libert, pastor pòr mas de 50 años de una iglesia bautista en la ciudad argentina de Rosario, destacado conferencista, evangelista, autor de numerosos libros, periodista. Partió a la presencia del Señor en el año 2009.
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