Nuestra historia1 podría empezar en muchos lugares o momentos, pero elijo el episodio cuando Josías era rey en Jerusalén (finales del siglo VII a.C.) y había mandado efectuar importantes obras de reparación del vetusto y desvalido templo construido por su antepasado Salomón. Hurgando y haciendo una limpieza general entre los montones de trastos, objetos valiosos abandonados y olvidados, telas raídas y rollos de pergamino, los trabajadores descubrieron un documento cuyo contenido provocó todo un revuelo en la corte.
Aquellos manuscritos se enrollaban hacia el centro
sobre varas de madera sujetadas a los extremos, de
manera que lo primero que verá quien intenta enterarse
de qué va, es lo que está en el medio del libro.
Por lo que sabemos de la reacción que provocó y las
acciones que emprendió de inmediato Josías, está claro
que el rollo era más o menos equivalente al libro de
Deuteronomio actual, que consta de 34 capítulos.
¿Qué hallamos a la mitad del libro, en el capítulo 17?
Instrucciones específicas acerca de la conducta del rey
y su responsabilidad expresa de velar por que se
cumplan a rajatabla las provisiones de la ley de Moisés.
Como es natural, el rollo fue llevado de inmediato
al rey.
Los libros empiezan a tomar forma
Ahora bien, aquel rollo de Deuteronomio probablemente
databa de un siglo antes de Josías, cuando
las anteriores reformas religiosas en Jerusalén en
tiempos de Ezequías (siglo VIII a.C.). Aquel siglo
había visto un asombroso florecer de las letras hebreas. Había sido el siglo de los primeros grandes
poetas proféticos: Amós, Oseas, Miqueas e Isaías… y
también la redacción del rollo de Deuteronomio.
(Hablar de «la redacción de Deuteronomio» no significa
suponer que en ese momento se creasen todos sus
contenidos, muchos de los cuales obviamente son antiquísimos.)
Quienes prepararon ese rollo probablemente
prepararon también la primera edición de lo
que suele conocerse como la «Historia Deuteronomista
», es decir, los seis libros (excluyendo Rut) comprendidos
entre Josué y II Reyes.
Ahora bien, a pesar de las reformas emprendidas,
unas dos décadas después de Josías Jerusalén fue totalmente
destruida y arrasada y las clases gobernantes
fueron llevadas al destierro en Babilonia. Es allí, entonces,
donde con toda probabilidad se emprendió la
edición más o menos final de la Historia Deuteronomista.
Es también en Babilonia donde, siempre a base
de escritos anteriores, se crea la narración épica acerca
de Moisés, Sinaí y el desierto, que abarca los libros de
Éxodo, Levítico y Números.
Cómo prólogo a esa narrativa fundacional nacional
de la población ahora exiliada, tenemos la épica de los
patriarcas, Génesis 12-50, que explica en términos de
parentesco la unidad nacional de varios de los pueblos
que sometió David y también gobernó Salomón.
Allí grandes sectores de la población —israelitas y judíos,
desde luego, pero también edomitas, moabitas,
amonitas, etc.— figuran como descendientes directos
de Abraham o de su familia inmediata. Si destaca Israel
es sólo porque en él recae el derecho de primogenitura
patriarcal, de donde se deduce la legitimidad
de su gobierno sobre estos pueblos «hermanos». (Dentro
de Israel, Génesis establece la primacía de las tribus
de Judá y Efraín (José), de donde se deduce la legitimidad
específica de las dinastías reinantes en Jerusalén
y Samaria.)
Pero los grandes profetas del siglo VIII habían
creído que el Dios nacional de Israel era también Dios
de todas las naciones, las juzgaba a todas conforme a
normas invariables de justicia social y levantaba y derribaba
naciones y regímenes de gobierno en todo el
mundo. Entonces, a modo de prólogo de toda esta
colección de historia nacional (Génesis 12 a II Reyes),
tenemos los once capítulos iniciales de Génesis, donde
aprendemos que antes de elegir a Israel, Dios desde
siempre había sido y seguía siendo también el único
Dios creador y sustentador de toda la humanidad. Se
establece así que la elección de Abraham siempre
había tenido un único propósito: la bendición de la
humanidad entera.
La Ley y los Profetas
Después de la reconstrucción de Jerusalén a finales
del siglo VI a.C., se completó la colección de cuatro
grandes rollos de los «profetas posteriores», a saber:
Isaías, Jeremías, Ezequiel, y Los Doce. (Los «profetas
anteriores» son, en la tradición judía, lo que venimos
describiendo como la «Historia Deuteronomista», es
decir, los seis libros entre Josué y II Reyes.)
Esta colección (los libros de Génesis a Deuteronomio,
más la Historia Deuteronomista, más los cuatro
grandes libros proféticos) sería conocida como «La
Ley y los Profetas».
La envergadura de esta colección quita el aliento.
Más que ley, es una filosofía de la vida, una manera
de entender la realidad, para que quien esté dispuesto
a vivir por sus preceptos halle paz con Dios,
bienestar y prosperidad para su familia, y relaciones
armoniosas con el prójimo.
Y más que historia, es una filosofía de la historia,
una explicación del porqué de la historia. Lo más interesante
aquí es quizá la escrupulosa integridad de
sus redactores, que no tuercen los datos para acoplarlos
al esquema de su interpretación de los hechos. Según
esta filosofía de la historia, Dios recompensa a
cada cual según sus obras; a los buenos con prosperidad
y larga vida, a los malvados con castigos y muerte.
Pero esta enorme colección está plagada de «excepciones
a la regla» como el rey Manasés, calificado
como el peor de todos los reyes de Judá y sin embargo
el más longevo; o el propio Josías, calificado como el
mejor de todos los reyes, pero que murió derrotado
por los egipcios cuando todavía relativamente joven.
Es más, esta idea central de que Dios recompensa a
cada cual según sus obras se mantiene en toda la colección
a pesar de que los profetas sucesivos van
viendo postergada, generación tras generación, la tan
anunciada y anhelada salvación nacional y renovación
espiritual del mundo entero. Si la idea de que existe
un Dios galardonador de buenos y castigador de malos
puede ser sostenida incluso hoy, milenios más tarde,
es porque quienes la propusieron la creyeron tan
válida que no exigía falsear los datos de la historia para
mantenerla.
La Ley y los Profetas es, además una colección profundamente ética. Es asombroso su compromiso con la justicia social, su idea de la igualdad del valor de todo ser humano como «imagen de Dios», el constante descrédito de las pretensiones de superioridad de las castas dominantes típicas de toda sociedad humana
«La Ley y los Profetas» es, además una colección
profundamente ética. Es asombroso su compromiso
con la justicia social, su idea de la igualdad del valor
de todo ser humano como «imagen de Dios», el constante
descrédito de las pretensiones de superioridad
de las castas dominantes típicas de toda sociedad
humana. Al contrario, la atención de «La Ley y los
Profetas» siempre acaba volviendo a la suerte que corren
los pobres y extranjeros, las viudas, los huérfanos,
los ciegos, todos los que incluso en nuestra propia
sociedad —que alardea de «progresista»— siempre
tienen el camino más cuesta arriba.
Pero si damos por concluida la colección de «La
Ley y los Profetas» ya medio milenio antes de Cristo,
es porque con los últimos profetas de esta colección
vemos claramente que se ha agotado un ciclo histórico,
una manera de concebir de la relación entre Dios y
los judíos. Desde la adopción de la monarquía cinco
siglos antes, la vitalidad nacional, moral y espiritual
de Israel dependía de dos cosas: Por una parte, Dios
suscitaba profetas que denunciasen los males sociales
y apelasen al modelo revolucionario de Moisés, libertador
de los esclavos de Egipto. Por otra parte los reyes,
especialmente la dinastía de David, atentos a la
denuncia profética, impulsaban las reformas necesarias.
Después de Hageo y Zacarías, que vieron frustradas
sus esperanzas en Zorobabel, príncipe de la dinastía
de David que el emperador persa había puesto
como gobernador en Jerusalén, nadie jamás volvería a
esperar nada de esa dinastía. Y junto con la monarquía
se agota también la era de los grandes profetas
de Israel. Malaquías, el último de ellos, anuncia veladamente
lo que a continuación será la realidad judía
durante seis siglos.
A partir de estos tres profetas lo importante pasarán
a ser otras dos instituciones.
El Templo y los libros sagrados
En primer lugar tenemos el Templo y el sumo sacerdote.
El sumo sacerdote gozaría casi siempre del
rango de gobernador delegado del imperio de turno
—persa, griego alejandrino, griego antioqueno y romano—,
descontando un breve episodio de independencia
nacional.
La segunda institución que guiaría al pueblo judío
a partir del atardecer de los grandes profetas bíblicos,
sería el creciente prestigio de su colección de libros
sagrados, la Biblia. Con el tiempo surgiría la sinagoga
como el lugar para su conservación y estudio. La sinagoga
probablemente nace en las comunidades de la
diáspora judía. [Es importante tener presente que a
partir del exilio los judíos que viven en Palestina serán
siempre una minoría. Durante más de un milenio la
principal concentración de judíos estaría en Irak (Babilonia)
—aunque Jerusalén sería siempre, hasta hoy,
la capital espiritual o sentimental.] Junto con la Biblia
y la sinagoga, como parte de un mismo fenómeno, cobra
especial importancia la sucesión de los «escribas»
autorizados para instruir al pueblo en los preceptos
bíblicos.
Pero nos hemos adelantado a nuestra historia. A
mediados del siglo V a.C. llegan Esdras y Nehemías a
Jerusalén, a la cabeza de sendas legaciones persas pero
con la intención clara de renovar la visión y las
prácticas de la etnia judía. Con ellos se consolida la
realidad de Jerusalén como capital de provincia persa,
ahora ya sin la más mínima pretensión de soberanía
ni grandeza estatal, dedicada sencillamente a servir a
Dios en torno al Templo reconstruido. La misión de
los judíos es ser una luz en el Imperio y en el mundo
entero, dando testimonio de la grandeza y las virtudes
del Dios Invisible, Creador y Sustentador del Universo,
a quien desde la antigüedad habían servido sus
antepasados.
El rollo de Esdras y Nehemías sería añadido a la
cola de la tercera gran colección de la biblioteca nacional
(a la par con la Ley y los Profetas): la colección de
«Las Escrituras». Esta colección estaba compuesta
primeramente por los cinco libros de salmos, luego
también diversos libros de la tradición sapiencial universal
(Proverbios; luego Job y Eclesiastés) y algunos
libros breves de índole variada: Rut, Ester, Cantar de
los Cantares, Lamentaciones.
La misión de Esdras y Nehemías había generado
tensiones gravísimas entre la población autóctona del
campesinado judío que jamás había sido desterrado, y
los descendientes de la antigua nobleza de la era monárquica
que volvieron del destierro y se asentaron en
Jerusalén en el período persa. Con el paso del tiempo,
sin embargo, esas tensiones tendieron a desaparecer y
se redacta una última síntesis de la historia nacional:
los dos rollos de Crónicas.
La principal diferencia entre Crónicas y la Historia
Deuteronomista (Josué a II Reyes) es que Crónicas es
fundamentalmente una historia judía (el reino de Israel
poco menos que desaparece), centrada en el
Templo (la dinastía de David pierde protagonismo,
relativamente, en consonancia con las realidades que
ya hemos descrito, cuando los que mandan en Jerusalén
son la dinastía sacerdotal). Los libros de Crónicas
coronan la visión judía para su existencia en torno a
Sion o Jerusalén y su Santo Templo, y por ello figuran
hasta hoy al final de la Biblia hebrea. El período de
paz, tranquilidad y prosperidad que empieza a partir
de entonces sería tal, que durante siglos «no pasó
nada
». Bueno, lo que pasó fue que la población judía
medró y prosperó hasta que en tiempos de los romanos
encontramos una importante minoría judía en todo
el mundo, desde Hispania hasta más allá de las
fronteras más orientales del Imperio. A todo esto ha
pasado casi tanto tiempo como el que abarcó la dinastía
de David.
Nos queda un último libro para completar la colección
de las Escrituras: Daniel, redactado en el siglo II
a.C., frente al enorme reto que supuso el programa
imperial de helenización que intentó imponer Antíoco
IV Epífanes, rey griego de la dinastía seléucida. En
Daniel tenemos, por una parte, la voz de la gran multitud
de judíos que siguen viviendo en la diáspora en
todo el mundo, colaborando con los gobernantes de
turno y dando siempre testimonio de las virtudes del
Dios de los judíos; y por otra parte una visión panorámica
de la sucesión de los imperios paganos, fomentando
la fe de que a pesar de las terribles persecuciones
que padecen los judíos fieles en Jerusalén bajo el
gobierno griego, Dios intervendrá soberanamente para
socorrer a su pueblo.
Jesús y la última oleada de escritos sagrados
Poco más que un siglo después de la redacción de
Daniel, el imperio de turno es ya el romano. Las condiciones
de vida son tan terribles y opresivas que se
suceden uno tras otro diversos movimientos de renovación
o incluso alzamientos populares contra el Imperio.
Entre tantas propuestas distintas acerca de cuál
debe ser el futuro del pueblo judío, aparece la de Jesús
de Nazaret, hijo de María, que primero en Galilea y
luego en Jerusalén mismo enseña un mensaje de paz y
reconciliación, de denuncia y lucha sin cuartel contra
el mal a nivel personal y espiritual pero también político,
aunque siempre con una metodología no violenta.
Jesús puso en práctica en su propia vida la enseñanza
que predicaba. Las autoridades, tanto las judías
como las imperiales, podían tolerar una enorme variedad
de convicciones personales religiosas o filosóficas.
De hecho durante el Imperio Romano florecieron
multitud de movimientos religiosos, incluso el propio
cristianismo. Y en el judaísmo desde la más remota
antigüedad y hasta el presente siempre han abundado
multitud de movimientos (o «sectas», como las llama
el propio Nuevo Testamento sin ningún sentido peyorativo)
con diferentes maneras de interpretar la vida y
las Escrituras. Pero lo que no podían tolerar ni las autoridades
imperiales ni las judías era que se cuestionase
la mismísima base de la sociedad civilizada,
donde la religión había estado desde siempre al servicio
de las autoridades civiles y militares, garantizando
el apoyo divino del statu quo. Es así como las autoridades
judías y los romanas, ambas famosas por su tolerancia
y profundo sentido de la justicia, se acabaron
aliando para matar a Jesús.
Pero los adeptos a la «secta» judía de los cristianos
no se desanimaron y desaparecieron, como era previsible
y como había sucedido con la eliminación de tantos
otros cabecillas de movimientos revolucionarios
judíos. Al contrario, éstos no sólo aseguraron que el
camino de Jesús seguía siendo plenamente vigente y
practicable, sino que, como Jesús mismo, veían en la
persecución, en la derrota, en el martirio, en el fracaso
a todos los niveles, la mismísima señal de su triunfo
final; y consiguieron sobrevivir y medrar. No sólo esto,
sino que decían inspirarse en la experiencia de ser
testigos vitales de que Jesús estaba materialmente vivo
a pesar de su ejecución, y que ahora gobernaba el
destino de toda la humanidad desde el cielo, sentado
a la diestra de Dios.
Este movimiento empezado por Jesús culmina una
de las dos tendencias contradictorias que habían ido
madurando desde hacía siglos en el judaísmo. Una
tendencia era la de encerrarse en sí mismos como etnia
apartada y sagrada para Dios; la segunda era la de
dar testimonio entre las naciones acerca del Dios de
Israel y promover su reconocimiento y adoración en
todo el mundo (al estilo de Daniel). El fariseo Saulo
de Tarso, conocido también como Pablo, fue uno de
los principales defensores de esta última línea entre
las sinagogas (o iglesias) de los seguidores de Jesús.
Su apertura hacia los gentiles no suponía una novedad,
entonces, sino la intensificación de una de las corrientes
ya presentes en el judaísmo desde siempre.
En el transcurso de unos 60 años, el movimiento
empezado por Jesús dio lugar a un nuevo florecer de
la literatura judía, que a la postre acabaría por enriquecer
la colección de los libros sagrados.
Esta ampliación de la colección sucedió como reacción
a una iniciativa radical que amenazó con desarraigar
a los cristianos de sus orígenes judíos. Cuando
la Segunda Guerra Judía de los romanos, que en el
año 135 concluyó con la destrucción total de Jerusalén
y del Templo y la prohibición de que ningún judío
jamás volviese a asentarse allí, hubo en todo el Imperio
un auge del antisemitismo que siempre había sido
típico de los romanos. Las sinagogas cristianas, que a
todo esto ya estaban compuestas mayoritariamente de
conversos no judíos, procuraron distanciarse de la raza
que era objeto de tanto prejuicio, odio y persecución.
El antisemitismo de algunos de los autores cris
cristianos
de la época ofende profundamente la sensibilidad
de cualquier lector moderno.
En esas circunstancias, un tal Marción llegó a opinar
que el Dios de la Biblia Hebrea es un dios racista,
vengativo, cruel y caprichoso, una especie de demonio
inferior; mientras que el Dios y Padre de Jesucristo
era el verdadero Dios perfecto. En algunos aspectos
Marción coincidía seguramente con las opiniones de
los gnósticos, que consideraban que el verdadero Dios
perfecto ni siquiera se había rebajado a crear el mundo
material que, por material en lugar de sólo espiritual,
era obviamente una corrupción. Según algunos
gnósticos, Jesús mismo no se habría materializado
plenamente (lo cual le habría contaminado) sino que
sólo aparentó forma humana para guiar a sus seguidores
a la luz de una existencia puramente espiritual
después de la muerte.
Marción propuso a las iglesias cristianas una nueva
colección de escritos sagrados que sustituyese los
libros judíos. Se trataba de una edición revisada del
evangelio de Lucas y siete de las cartas de Pablo. En
su revisión de Lucas y Pablo, Marción quitó, naturalmente,
todo aquello que diera a entender que existe
alguna conexión entre la Biblia judía y la fe en Jesús.
Los Profetas y los Apóstoles
La iglesia católica —es decir la que a la larga consiguió
imponerse en todo el Imperio— contraatacó de
diversas maneras. Una de ellas, la que aquí nos interesa,
fue la publicación, en un solo volumen de hojas
cosidas por el lomo, de la edición griega de la colección
de la Ley, los Profetas y las Escrituras, a lo que
añadieron los cuatro evangelios, las cartas de Santiago,
Pedro, Juan y Judas, las doce cartas atribuidas a
Pablo, Hebreos, y el Apocalipsis de Juan. Este volumen
de proporciones descomunales (el pergamino para
cada ejemplar requería las pieles de cientos de ovejas)
se conocía como «Los Profetas y los Apóstoles» y
su propósito era funcionar como libro de lectura en la
liturgia de las iglesias cristianas, haciendo de símbolo
y sustancia de la conexión entre la iglesia cristiana y la
larga historia judía que empezaba con Abraham pero
tenía raíces desde la mismísima creación del universo
por el mismo Dios que es también el Padre de Jesucristo.
Este libro, del que se conservan tres magníficos
ejemplares del siglo IV d.C., es lo que hoy llamamos
La Santa Biblia, una expresión griega que viene a significar
algo así como «los documentos sagrados».
Es menester destacar dos particularidades de esta
primera edición de lo que ya podemos reconocer como
la Biblia de los cristianos:
En primer lugar, el texto y la relación exacta de los
libros de la primera parte, es decir la Ley, los Profetas
y las Escrituras, no quedarían fijados del todo —ni en
la sinagoga ni en la iglesia— por algún tiempo. Esos
tres ejemplares del siglo IV de la Biblia griega contienen
varios escritos que posteriormente acabarían teniendo
una consideración menor por parte de los cristianos
de Occidente (los evangélicos les damos la designación
de «apócrifos»).
En segundo lugar y de mucha mayor importancia,
es el hecho de que cuando los cristianos publicaron su
«Biblia», ésta fue desde el principio un todo, sin fisuras:
«Los Profetas y los Apóstoles». No existió al
principio una colección designada «Nuevo Testamento
» en contraposición con otra colección designada
«Antiguo Testamento». En ese sentido, las ediciones
modernas, que separan bruscamente entre Antiguo y
Nuevo Testamentos, nos hacen un flaco favor, distorsionando
la intención de los cristianos antiguos que
nos legaron la Biblia. Puestos a no distinguir entre las
colecciones de «La Ley», «Los Profetas» y «Las Escrituras
», ¿por qué introducir una distinción —con nueva
página de título, para colmo— al empezar la cuarta
colección de documentos?
Pero si esa separación entre dos categorías o colecciones
de escritos sagrados es ya «un flaco favor»,
mucho peor resulta la publicación de «El Nuevo Testamento
» como libro por separado, como entidad literaria
que se tiene en pie por sí sola, independientemente
de las tres otras colecciones que constituyen
«La Biblia». La publicación de «El Nuevo Testamento
» como libro independiente viene a dar la razón a
los marcionitas que querían sustituir la Biblia judía
con una colección de libros cristianos. Viene a negar la
continuidad expresa entre la fe judía y la de los seguidores
de Jesús, que es la clara convicción e intención
de los autores del propio «Nuevo Testamento» y que
constituyó la posición de batalla asumida por la iglesia
primitiva frente a la herejía marcionita.
El mensaje de la Biblia
La creación y publicación de La Santa Biblia como
un todo, conlleva por consiguiente en sí misma un
mensaje, a saber:
Hay un solo y único Dios: el Dios de Israel.
Desde siempre Dios ha tenido y tiene un proyecto
de bendición para las naciones, derivado del conocimiento
de su gloria, su poder y su autoridad divinas.
Este conocimiento fue revelado en primera instancia a
su pueblo escogido, los judíos; y gracias a Jesús y sus
seguidores, se hace concreto por fin en el anuncio de
ese evangelio (es decir buenas noticias) entre todas las
razas, pueblos y nacionalidades de la humanidad. La
salvación de las naciones viene, entonces, de los judíos
—como le dijo Jesús a la samaritana. Como explica
el apóstol, esto sucede cuando los individuos de las
demás razas nos incorporamos al Israel espiritual como
ramas de olivos silvestres que son injertadas al
tronco de un olivo que ha sido cultivado con esmero
durante siglos.
Dios reivindicará a sus fieles y desde hoy ya reina
sobre los que aceptan que él los gobierne. Pero muchos
sólo contemplarán la plena reivindicación de su
fe más allá de esta vida, que como la de muchos profetas
y Jesús y los apóstoles, será de sufrimiento y pobreza,
incomprensión y burlas o persecución.
El pueblo de Dios auténtico, espiritual, es aquel que
le adora con integridad y vive en relación con el prójimo
con justicia, perdón, reconciliación y paz, conforme
a la enseñanza y el ejemplo de Jesús.
La única manera de reflejar auténticamente la gloria
y el reinado de Dios es, entonces, seguir el ejemplo
de Jesús:
- Amar a Dios con absoluta lealtad y convicción, apasionadamente y con toda coherencia e integridad, confiando en él con paciencia pase lo que pase.
- Amar al prójimo y al enemigo como a uno mismo, con generosidad, paciencia y bondad, conforme al modelo de la entrega no violenta de Jesús a favor de nosotros, que éramos sus enemigos a muerte.
Estos dos puntos finales no sólo resumen —como
dijo Jesús— «La Ley y los Profetas», sino que resumen
también el mensaje de la totalidad de «Los Profetas y
los Apóstoles», es decir, La Santa Biblia de los cristianos.
Fuente:
Sobre el autor:
Dionisio Byler es profesor de Biblia y Griego en la Facultad de Teología SEUT (El Escorial, España). Ha escrito varios libros e incontables artículos breves de pensamiento cristiano. El presente libro inicia su trilogía sobre la Biblia, cuyos otros componentes son "Todo lo que te preguntabas sobre la Biblia (Y algunas cosas que preferirías no saber)" (2010) y "Hablar sobre Dios desde la Biblia" (2011).
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