Jaque Mate!! C. S. Lewis, la conversion al cristianismo del escrito de Crónicas de Narnia



Es amplia y difundida la conversión al cristianismo del autor de las Crónicas de Narnia, Clive Staples Lewis (Belfast, 29 de noviembre de 1898 - Oxford, 22 de noviembre de 1963), comúnmente conocido como C. S. Lewis, pero este testimonio personal tiene un sabor irónico, que es una de las características de este autor inglés, que recientemente volvió a ser popular gracias a las películas producidas por la compañía Disney.

Sucedió mientras enseñaba filosofía -“sospecho que no muy bien”- a la vez que inglés. Un hegelianismo diluido no me servia para los propósitos de la enseñanza: le maestro tiene que aclarar las cosas, pero el Absoluto no puede aclararse.

En ese tiempo leí El Hombre Eterno, de Gilbert K. Chesterton, y por primera vez vi que un bosquejo cristiano de la historia era algo coherente. Me las arregle de alguna manera para no impresionarme demasiado. Ya antes había pensado que Chesterton era el hombre más cuerdo que existía, “aparte de su cristianismo”.
Ahora pensaba, -realmente lo creo- naturalmente no lo decía. Las palabras hubieran revelado el disparate, que el cristianismo mismo era muy cuerdo, “aparte de su cristianismo”. Pero apenas lo recuerdo, ya que poco después de haber terminado la lectura de El Hombre Eterno me sucedió algo mucho más alarmante. A comienzo de 1926 el ateo más recalcitrante que yo conocía, sentado en mi cuarto junto al fuego, dijo que la evidencia de la historicidad de los Evangelios era en realidad asombrosa.
“Cosa extraña – añadió-. Todo ese asunto del Dios Muriente de que habla James Frazer. Cosa extraña. Casi parece que alguna vez eso sucedió.” Para entender el aplastante impacto de sus palabras, seria necesario conocer al hombre que las pronunció quién, por cierto, desde entonces jamás ha mostrado ningún interés en el cristianismo. Si él, el cínico de los cínicos, el más testarudo de los testarudos, no estaba - como yo todavía hubiera dicho – “seguro”, ¿a quien podría yo acudir? ¿No había entonces escapatoria?

Lo extraño es que antes de que Dios hiciera su última jugada para ponerme en jaque, se me ofreció en efecto lo que ahora interpreto como un momento de completa libertad de elección. En cierto sentido. Yo iba de viaje a Heathington Hill en la parte superior de un ómnibus. Sin palabras y – creo- casi sin imágenes, de alguna manera se me presentó un hecho respecto a m i mismo. Me di cuenta de que estaba negándome a algo, cerrándole la puerta a algo. O, si se prefiere, que, a la manera de una langosta, estaba usando algo tieso, cómo un corsé o hasta como una armadura. Sentí que en ese momento se me estaba dando la libertad de elegir. Podía abrir la puerta o mantenerla cerrada, deshacerme de armadura, o conservarla. Ninguna alternativa se me presentó como un deber: no había amenaza ni promesas vinculadas a ninguna de las alternativas, aunque yo sabía bien que al abrir la puerta o el sacarme la armadura tendría consecuencias incalculables. La elección me parecía importante pero a la vez extrañamente libre de emociones. No fui movido ni por deseos ni por temores. En cierto sentido no fui movido por nada. Escogí abrir, desarmarme, aflojar la rienda. Digo “escogí”, y sin embargo no me parecía realmente posible hace lo opuesto. Por un lado no estaba consciente de motivaciones. Alguien podría argumentar que yo no era un agente libre, pero me inclino a pensar que esto estuvo más cerca de ser un acto perfectamente libre que cualquier otro acto que yo haya realizado. La necesidad puede ser lo opuesto a la libertad a la libertad y tal vez un hombre sea más libre cuando, en lugar de buscar motivaciones, puede decir simplemente “soy lo que hago”. Luego vino la repercusión a nivel de imaginación. Me sentí como un fuese un muñeco de nieve que por fin comenzaba s derretirse. El proceso estaba comenzando en mi espalda, primero gota a gota, y luego a chorros. La sensación no era nada agradable.

Realmente un ateo joven no puede descuidar el cuidado de su fe. Los peligros lo acechan por todos lados. Uno no debe hacer, ni siquiera debe tratar de hacer, la voluntad del Padre, a menos que este preparado “conocer la doctrina”. Todos mis actos, deseos y pensamientos tenían que ponerse en armonía con el Espíritu universal. Por primera vez me examiné a mi mismo, con un propósito profundamente práctico. Y allí encontré lo que me sorprendió: un zoológico de concupiscencias, un nido de ambiciones, un invernadero de temores, un emporio de odios. Mi nombre era Legión.

Por supuesto, yo no podía hacer nada, no podía durar ni siquiera una hora, sin recurrir consciente y continuamente a lo que yo llamaba Espíritu. Pero la pequeña distinción filosófica entre esto y la gente y lo que la gente ordinaria llama “oración a Dios” desaparece tan pronto como uno comienza a hacerlo con toda intensidad. Uno puede hablar del idealismo, o aun sentirlo. Pero no vivirlo. Me di cuenta de lo absurdo que era seguir pensando acera del “Espíritu” como algo que ignoraba de mi situación o se mantenía pasivo frente a ella. Aun si mi filosofía fuese cierta, ¿cómo podía yo tomar la iniciativa? Mi propia analogía sugería lo contrario. Sí Shakespeare y Hamlet pudieran encontrarse, la iniciativa tendría que ser de Shakespeare. Hamlet no podría iniciar nada. Tal vez, aun ahora, mi Espíritu Absoluto todavía difería de alguna manera del Dios de la religión. Pero esa no era la cuestión, o no lo era todavía. El problema real era que uno creía en serio aunque fuese en el “Dios” o”Espíritu” que yo admitía, la situación cambiaba por completo. Así como los huesos secos se juntaron espantoso valle de Ezequiel, así era mi teorema filosófico, mantenido cerebralmente, comenzó a sacudirse y a levantarse y a arrojar sus mortajas y a convertirse en una presencia viva. No se me iba a permitir jugar a la filosofía por más tiempo. Podría ser cierto, como he dicho, que mi “Espíritu” fuese diferente en cierto sentido del “Dios de la religión popular”. Mi adversario paso por alto ese punto. Este se hundió en una no-importancia absoluta. Se limitó a decir: “Yo Soy el Señor”; “Yo Soy El que Soy”; “Yo Soy”.

Imagínese solo en esa habitación de la universidad noche tras noche, sintiendo cualquier momento en que mi mente abandonaba aunque fuese por un segundo su trabajo, el continuo e inexorable acercamiento de aquel a quien yo, con tanta vehemencia, no deseaba encontrar. Lo que tanto temía me había sucedido al fin. En el ultimo trimestre de 1929 me di por vencido y admití que Dios, es Dios y me arrodillé y oré – esa noche tal vez el mas converso más abatido y maldispuesto de Inglaterra. En ese momento no lo vi lo que ahora es la cosa más obvia; la humildad divina que acepta a un converso aun en esas condiciones. El hijo prodigo entro al fin a su hogar por cuenta propia. Pero, ¿quién puede adorar como debe ese amor que abre las puertas a un prodigo que es tan traído dando palabras, luchando, resentido y mirando a todos lados buscando una oportunidad para escaparse?

Ha habido gente malvada que ha abusado de las palabras compelle intrare, “fuérzalos a entrar”, de tal manera que éstas me estremecen. Si se entienden bien, esas palabras descubren la profundidad de la misericordia divina. La dureza de Dios es más bondadosa que la blandura de los hombres y su compulsión es nuestra liberación.

Extraído del libro autobiográfico “Sorprendido por la Alegría”.




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