Los relatos y el mensaje de la Biblia han sido siempre tanto fuente de inspiración para los creyentes de todas las épocas, como la autoridad y la norma de su conducta y fe. Históricamente la gran mayoría de las iglesias no tuvieron acceso a ella para la lectura y devocionales personales o de familia hasta hace relativamente poco tiempo. Más bien las lecturas eran breves en las congregaciones, con algunos trozos repetidos de memoria. Con el paso del tiempo y la consolidación de la vida monástica, los rollos fueron progresivamente copiados por los monjes, haciéndolos accesibles en las bibliotecas de las distintas órdenes. Aun así, fueron pocos los sacerdotes que tuvieron el acceso o la disposición de leer todos los rollos que contenían lo que hoy conocemos como Biblia.
La Palabra que guía (90-160 d.C)
Durante el primer siglo después de Cristo hubo una fuerte tendencia a leer los textos nuevos a la luz del Antiguo Testamento. Eso dio un tono fuertemente ético a la enseñanza de los primeros cristianos. Había dos caminos, uno positivo y uno negativo, con un sinnúmero de prescripciones sobre cómo conducirse frente a ellos. Por lo tanto, no es extraño que uno de los primeros documentos, el Didaje (116 d.C), mostrará una preferencia por el evangelio de Mateo sobre los otros, por su fuerte arraigo en la forma judaica de pensar y actuar. Frente a la persecución y la incertidumbre de la vida, para los cristianos nada parecía más importante que vivir una vida recta que marcaba con claridad el carácter de su discipulado.
La clave de la interpretación, no sólo de los evangelios y las epístolas, sino también del Antiguo Testamento fue la persona de Jesucristo. Esta clave hermenéutica fue utilizada por Clemente de Roma (95 d.C) para establecer la autoridad obispal, a base de Isaías 60:17. Un ejemplo clarísimo se presenta en su interpretación del relato de Rahab antes de la caída de los muros de Jericó. Los espías la habían instruido para
“Que pusiera una señal, a saber: que colgara de su casa un paño de púrpura, poniendo así de manifiesto que por la sangre del Señor tendrán redención todos los que creen y esperan en Dios. Ya veis, carísimos, cómo se dio en esta mujer no sólo la fe, sino también la profecía”.[1]
Además de leer la Biblia como un manual de ética y de ver a Cristo como la llave hermenéutica en todo, inclusive del Antiguo Testamento, el texto bíblico fue usado para fines misioneros. Fue libremente adaptado e instrumentado como apoyo para sus argumentos a favor del evangelio nuevo de Jesús el Mesías. No había signo más digno del cristiano que ser imitador de su maestro, especialmente en su Pasión y muerte. “Permítame ser imitador de la pasión de mi Dios”,[2] decía Ignacio Mártir en el 116 d.C, para evitar que los creyentes romanos hiciera algo para detener su martirio. La Biblia así fue inspiradora, no tanto de doctrinas como de una vida consecuente hasta la muerte, fruto de la profesión de fe. “Trigo soy de Dios y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo”,[3] escribía Pablo.
La Palabra apologética (130-250 d.C)
Con el establecimiento de la iglesia durante el primer siglo, crecía la convicción de que los cristianos tenían derecho de coexistir en el Imperio Romano. La conversión de la mayoría de los nuevos cristianos, es verdad, se daba entre los que sufrían más en la sociedad: las mujeres, los esclavos, los pobres y los marginados. Sin embargo, gradualmente crecía el número que se convertía de personas educadas de las clases sociales más favorecidas de la sociedad pagana: maestros, gente de la corte imperial, filósofos y escritores. Entre estos últimos habían quienes presentaron una defensa racional de la nueva fe a las autoridades, muchas veces dedicando sus escritos directamente al César. A estos se les llamó “Apologistas”.
Los apologistas argumentaban basándose en varias premisas: la presencia de Cristo en toda la Biblia, la armonía de los dos Testamentos, la comprensibilidad de la Escritura por la razón humana, y una tipología extendida. Por esta última, se entendía que todo el Antiguo Testamento prefigura y anuncia por adelantado la persona y la pasión de Jesucristo. Algunos de ellos asumieron que había una revelación general accesible a todos los hombres por medio del “logos” divino presente tanto en la creación y los no cristianos, como en la Biblia y los creyentes. Su objetivo fue el de usar la Biblia como un punto de contacto con el incrédulo, con el fin de convencerle de la verdad del evangelio. Un ejemplo de esto podría ser el Diálogo con Trypho, en el que Justino Mártir (m. 156 d.C) trataba de convencer a un judío erudito de la verdad del evangelio y de la autoridad de Cristo tanto sobre los judíos como sobre los cristianos.
Su argumento se basaba en los dos casamientos de Jacob. Ellos, según Justino, fueron tipos de los que Cristo iba a cumplir. Por supuesto, fue contra la ley que Jacob tuviera dos hermanas como esposas a la vez. Pero su casamiento con Leah fue un tipo del pueblo y sinagoga de Israel, y su casamiento con Raquel fue un tipo de la Iglesia. “Y, por estas, y por los siervos de las dos, Cristo sirve” (Cap. 134).[4]
También la interpretación bíblica de Ireneo de León, cerca del 185 d.C, muestra la tendencia de estirar la tipología hasta incluir acontecimientos incidentales en el Antiguo Testamento como prefiguraciones de Cristo. Toda la Biblia, dice Ireneo, es un libro cristológico y tipológico. “Si alguien lee las Escrituras con atención, encontrará en ellas el relato de Cristo y una prefiguración de la vocación nueva. Porque Cristo es el tesoro escondido en el campo, o sea en este mundo, pero el tesoro escondido en las Escrituras es Cristo, porque Él fue señalado por medio de tipos y parábolas”. Por su parte, otro apologista como Tertuliano de África (c. 200 d.C) usaba también gran parte de la misma metodología en sus obras contra los gnósticos.
Por esta última, se entendía que todo el Antiguo Testamento prefigura y anuncia por adelantado la persona y la pasión de Jesucristo. Algunos de ellos asumieron que había una revelación general accesible a todos los hombres por medio del “logos” divino presente tanto en la creación y los no cristianos, como en la Biblia y los creyentes. Su objetivo fue el de usar la Biblia como un punto de contacto con el incrédulo, con el fin de convencerle de la verdad del evangelio
La Palabra alegórica (180-250 d.C)
Durante los siglos III al V se desataron las discusiones cristológicas sobre la naturaleza de Cristo y su relación con las otras personas de la Trinidad. Antes y durante este período hubo varias interpretaciones sobre Cristo como el logos, o sea el “verbo”, la “palabra”, también en relación con la luz que ilumina a todo hombre, como lo dice Juan en su evangelio.
Acerca de estos y otros temas se desarrollaron dos escuelas con diferentes perspectivas desde finales del segundo siglo hasta el cuarto: una en Alejandría y otra en Antioquia. En la primera se sintió fuertemente la influencia del filólogo y hermeneuta Philo, también de Alejandría, con su método alegórico de la interpretación del Antiguo Testamento. Los filósofos-biblistas Clemente y Orígenes sugirieron algunas reglas para entender lo que Dios nos quiere revelar en la Biblia. Para ellos, la Biblia tiene una inspiración estrictamente verbal, y como tal es la palabra viva de Dios que rige sobre toda la vida humana. Además, Cristo es la clave de interpretación para toda la Biblia, en la que existe una relación entre los dos Testamentos: en el Antiguo Testamento todo es prefiguración del Nuevo, mientras que todo el Nuevo Testamento ilumina al Antiguo. Finalmente, todas las Escrituras tienen un sentido espiritual figurado, pero no todas tienen un sentido literal.
Esta forma de acercamiento a la Biblia tuvo varias consecuencias que afectaron profundamente la interpretación bíblica. Por ejemplo, estimuló un estudio crítico del texto, lo que ayudó mucho en las comparaciones de los distintos textos vigentes del Antiguo Testamento, especialmente el trabajo de Orígenes (véase especialmente su Héxapla). Las diferentes formas posibles de interpretar las Escrituras fueron divididas en dos acercamientos: literal y espiritual. Lo literal es lo más inteligible para el auditor simple, iletrado, con poco desarrollo intelectual. Así, la primera tarea del intérprete es de acomodar el sentido al auditor, donde y como está. Sin embargo, la Escritura tiene mucha más profundidad de sentidos adicionales que el buen intérprete debe descubrir. Son los sentidos moral (tropológico, místico), cristológico y escatológico.
Veamos los cuatro sentidos de la caída de Jericó, según la interpretación de Orígenes. 1) Sentido literal: Josué y el pueblo de Israel literalmente caminaban alrededor de las murallas, tocaron sus trompetas y cayeron los muros, dándoles Dios la victoria. 2) Sentido moral: Afecta la vida de cada persona. La caída de este mundo alcanza a todos; pero en el creyente por medio de Jesús, el mundo en él ha sido destruido. Hay que tocar las trompetas de júbilo. 3) Sentido cristológico: como cayó Jericó, así han caído en el siglo presente los poderes del pecado, que es un hecho cumplido en Cristo desde su pasión a la llegada del Espíritu Santo. 4) Sentido escatológico: la primera venida de Cristo en humillación es una sombra de la segunda parusía, de la gloria de la resurrección y el triunfal final.[5]
Acá tenemos que agregar otra aplicación de las reglas de los padres alejandrinos: la Escritura no puede decir nada indigno de Dios, si parece que es así, es necesario interpretarlo espiritualmente. De hecho, en el Antiguo Testamento ocurren muchas cosas así, como las matanzas de pueblos enteros con mujeres, niños y animales. Tales cosas son indignas de Dios, y por lo tanto, hay que interpretarlas espiritualmente. El propósito central de la Biblia es el de comunicar el mensaje de la salvación divina y de guiar al pueblo en la vida cristiana. Por esto, “Dios es condescendiente y se baja, acomodándose a nuestra debilidad como una maestra hablando en un lenguaje de pequeños niños, como un Padre cuidando a sus propios niños y adoptando sus formas de ser”.[6]
La Palabra literal (180-380 d.C)
La segunda escuela, después de y contemporánea a la alejandrina, fue la escuela de Antioquia. Esta escuela, localizada en el Asia Menor (la Turquía de hoy), también tuvo gran respeto por la autoridad de la Biblia. Para ellos, lo más importante es buscar el sentido literal y natural de los pasajes bíblicos, utilizando las herramientas gramáticas históricas para interpretarlos. Existe espacio para la interpretación tipológica, pero debe estar fundada estrictamente sobre el sentido literal. Por supuesto, los textos pueden tener significados espirituales más allá que el sentido literal, pero éstos nunca pueden contradecir el sentido literal.
En comparación con la escuela alejandrina, esto significó una gran reducción de pasajes del Antiguo Testamento considerados cristológicos. Se permite algo de la tipología y de la alegoría, pero en forma muy moderada. Es de gran importancia dar prioridad a la intención del autor y de preguntar cuál fue la aplicación pastoral y práctica que tuvo en vista. Teodoro de Mopsuestia (m. 428 d.C), por ejemplo, insistió en que sólo cuatro de los Salmos fuesen mesiánicos (2, 8, 45, 110), los demás tienen que ver con David y su tiempo. Cuando Isaías dice: “Como un cordero llevado al matadero” (53.7), no tiene la crucifixión de Cristo en vista. Pero, el Salmo 16.10, por ser citado por Pedro en Hechos 13.35, fue cumplido realmente en Cristo. El Salmo 22 interpreta la historia contemporánea; sin embargo, fue cumplido tipológicamente en Cristo. La interpretación siempre está basada en el texto escrito. Muchas veces tiene un sentido más profundo que el literal o histórico, pero nunca puede ser encontrado si se ignora el sentido literal.
Las dos escuelas interpretan los textos tanto tipológica como cristológicamente y reconocen el valor de la tradición de la iglesia. Algunas veces sus interpretaciones eran contrarias y había diferencias entre un autor y otro. Sin embargo, Alejandría tiende a espiritualizar la Escritura más, mientras que Antioquia trata de basar sus interpretaciones sobre los hechos históricos reales.
Un buen ejemplo podría ser la comprensión de los acontecimientos en el jardín de Edén. Para Diodoro de Tarso (cerca de Antioquia), el pasaje es enigmático, un “dicho oscuro”; sin embargo, la serpiente es real, como lo son los árboles y el jardín. La tendencia en Alejandría fue ver en el relato no tanto una descripción física y material, sino una forma alegórica, una expresión simbólica del mal, una forma didáctica en que Dios se acomoda a nosotros y nos enseña acerca del origen del mal.
La Palabra de fe (380-430 d.C)
Los dos autores más importantes en el período que sigue fueron San Jerónimo y San Agustín. El primero fue un gran lingüista y su traducción clásica de la Biblia al Latín fue llamada Vulgata (400 d.C) porque puso la Biblia en el lenguaje del pueblo. Una contribución tremenda para el conocimiento bíblico de su tiempo. Esta versión fue la única oficial en la Iglesia Católica Romana hasta el pasado reciente, aún cuando una sola minoría de estudiosos y eruditos pudieron comprenderla. Tal resultado fue contrario a las intenciones originales de Jerónimo.
San Agustín (m. 430 d.C) puso gran énfasis en el rol de la fe en la comprensión bíblica. Su lema, “Creo para entender” (Credo ut inteligam), supuso un gran respeto por la autoridad de la Biblia y de la Iglesia en su interpretación. Ésta debe estar conforme con la regla de fe, o sea, el credo establecido históricamente en la Iglesia. También tenía que conformarse con dos principios religiosos: el amor a Dios y el amor al prójimo. Un principio importante a seguir es que los pasajes oscuros deben ser interpretados a la luz de los claros y entendibles. Dada la importancia que pone sobre la fe del intérprete, mantiene la necesidad de la oración para disponer el espíritu humano a una interpretación conforme a la intención del autor divino y el autor humano. Para Agustín, siempre habrá una tensión entre la relación fe y razón, divino y humano, práctica y teoría, y Biblia e Iglesia.
Siguiendo tanto a Alejandría como a Antioquia, Agustín propone que el intérprete debe tomar en cuenta la acomodación de Dios a nosotros en el texto de la Escritura. Frente a los textos más difíciles de comprender, Agustín razona de una manera parecida a las dos famosas escuelas.
“Me regocijé también ¾dice Agustín¾ porque estuve en posibilidad de leer con otros ojos aquellas antiguas escrituras de la Ley y los Profetas que parecían ser tan absurdas... Con gozo escuché a Ambrosio en sus sermones al pueblo, insistir en las palabras “la letra mata pero el espíritu vivifica” como la regla que debe ser observada en forma más cuidadosa para quitar el velo místico y aclarar el sentido espiritual de aquellos pasajes que en su acepción literal parecían enseñar tonterías”.[7]
Una escuela que se opuso al padre más importante de la iglesia occidental, Agustín, creyó que su aceptación en forma demasiado literal de la enseñanza paulina acerca de la predestinación y la gracia irresistible era equivocada. Uno de los líderes, Vicente de Lérins, apeló a la enseñanza universal de la Iglesia como base de su oposición con las palabras clásicas: Quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus. O sea, aceptamos lo que ha sido creído “en todo lugar, siempre y por todos”.[8]
La Palabra espiritualista (500-1000 d.C)
Durante la primera mitad de la edad media, se mantuvieron adherentes a las dos escuelas de interpretación bíblica: la literal y la alegórica o espiritual. Entre los más literalistas estuvieron los que en el siglo ocho, y después, empezaron a luchar a favor de la transubstanciación. Esto significó la interpretación literal de las palabras de Jesús acerca de la presencia de su cuerpo y sangre en la Santa Cena. Para ellos, las palabras “este es mi cuerpo” y “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Juan 6.54), deben ser entendidas literalmente. Fue esta forma de entender las palabras de Jesús lo que llevó a la Iglesia a reconocer la transubstanciación como doctrina oficial en el IV Concilio de Letrán de 1215.
Sin embargo, en este período, fue la escuela espiritualista la que dominó. Se aceptó generalmente la multiforme interpretación de la Biblia, siguiendo el método alegórico de la escuela alejandrina. Para muchos, el sentido literal reflejaba la intención del autor humano, mientras el sentido espiritual reflejaba el significado dado por Dios, y, por lo tanto, lo más importante del texto. Esto provocó un divorcio creciente entre la interpretación bíblica y la teología, con un énfasis creciente en la tradición de la Iglesia. En la obra misionera, la Escritura fue utilizada en forma apologética como arma contra el judaísmo y contra el Islam.
Como ejemplo del énfasis espiritualista podemos citar a Honorio de Autun, del siglo XI. En su interpretación de la parábola del buen Samaritano, Honorio considera que el hombre herido fue Adán, quien pecó y cayó entre los demonios. Para él, el sacerdote pasó por el mismo camino, cuando el orden de los patriarcas seguía el sendero de la mortalidad. El sacerdote le dejó herido, ya que no tenía poder alguno para ayudar a la raza humana encontrándose él mismo herido por el pecado. El levita pasó por el camino, ya que el orden de los profetas tenía que hollar así mismo el sendero de la muerte. El Señor fue el Buen Samaritano, quien recorrió este camino cuando desde el cielo vino a este mundo.[9]
La Palabra de dos fuentes (1000-1462 d.C)
Los teólogos eruditos de la segunda mitad de la edad media, llamados “escolásticos” por su énfasis en el uso de la razón en la comprensión de la realidad, tomaron con gran seriedad la autoridad de las Sagradas Escrituras. Hugo de San Víctor (m. 1141 d.C), uno de los primeros escolásticos, hizo progresos al relacionar el sentido literal y el espiritual. Tomás de Aquino (m. 1274 d.C), el verdadero padre de la teología católico romana, declara: “...si disminuimos la autoridad de las Sagradas Escrituras aún en grado mínimo, entonces nada puede haber positivamente seguro en nuestra fe que descansa en la Santa Escritura”.[10] Para Tomás, todos los sentidos están fundados sobre el sentido literal, así, “...nada que es necesario para la fe está contenido en el sentido espiritual que no está ya claramente expresado por la Escritura en su sentido literal”.[11]
Con esta base, Tomás y sus colegas establecieron el rol de la razón en la interpretación bíblica sobre la base de su firme adhesión a las Escrituras. Afirmaron que no puede haber contradicción entre la razón y la revelación. El pecado ha destruido los dones sobrenaturales de la fe, la esperanza y el amor; estos pueden ser restaurados sólo por acción divina. Sin embargo, la razón no está mortalmente afectada por el pecado y nos da luz para seguir nuestro camino terrenal.
Para Tomás, tanto por la guía del Espíritu Santo en la Iglesia como por el uso concienzudo de la razón, Dios nos enseña también por la tradición de la Iglesia y por sus líderes. En suma, existen dos fuentes de la verdad: las Escrituras y la Tradición de la Iglesia.
La Iglesia Católico Romana sostuvo esta doctrina en el Concilio de Trento (1545-1563). Allí se asumió que no solo la Biblia es la última autoridad, sino también las tradiciones escritas y las no-escritas que han sido preservadas por la sucesión apostólica. La decisión del Concilio de Trento, claramente polarizada por la lucha con los Protestantes en ese momento en el Norte de Europa, rezaba así:
“Nadie, dependiendo de sus propios talentos, deberá en asuntos de la fe y la moral, referente a la edificación de la doctrina cristiana, arrancando la Sagrada escritura a sus propios sentidos, (nadie) debe presumir de interpretar lo contrario que la Madre Iglesia Santa ha mantenido y mantiene, o aún contrario al entendimiento unánime de los Padres”.[12]
Trento polarizó aun más la polémica con los Reformadores protestante. Sin embargo, es necesario recordar que estas resoluciones sólo tenían sentido para una pequeñísima parte de la Iglesia oficial. Muchos sacerdotes no tenían acceso a la Biblia y el idioma latín en el que estaba era conocido por muy pocos eruditos. La religiosidad popular había aumentado tremendamente, como también los múltiples mecanismos para arreglar el perdón de los pecados (indulgencias). Para la gente común la Biblia era un libro desconocido. Y si se agrega el hecho de que la gran mayoría era analfabeta, se comprende la imposibilidad de acceder a un conocimiento básico de la fe cristiana basado en la Escritura.
La Palabra para todos (1500-1600 d.C)
Lo distintivo para todos los reformadores del siglo XVI, sea Lutero, Zwinglio, Calvino, los anabautistas, o Menno Simons, es que todos insistieron que las Escrituras debían estar en las manos del pueblo. Esto significó un giro de ciento ochenta grados de la perspectiva eclesiástica medieval. Esta visión estuvo basada en el humanismo religioso presente en los países que aceptaron la fe evangélica. Entre sus premisas estuvieron: Primero, el texto de las Escrituras es claro y comprensible para cualquier ser humano. Segundo, cada ser humano tiene la capacidad potencial de entender la Biblia como criatura dotada por Dios para ese entendimiento. Tercero, cada creyente puede entender el mensaje de la Biblia. Cuarto, el sentido natural y obvio de la Escritura determina lo que Dios quiere decirnos. Y quinto, La Sagrada Escritura es su propio intérprete y debe ser interpretado a la luz de su propio contexto y por la ayuda de pasajes semejantes.
Esto, por supuesto, rompió con la visión tradicional de que las Escrituras tienen su autoridad por las decisiones de las Iglesias. También, rechazaba claramente la tesis que sólo la Iglesia de la sucesión apostólica puede interpretar oficialmente la Palabra de Dios (léase Iglesia romana). Tampoco consideraba que la tradición, declarada como autoridad por la Iglesia romana, tenía autoridad para el creyente. Evangeliza la palabra por anunciar su total disponibilidad para todo ser humano.
Como testimonia Calvino:
“Se dicen que las escrituras son fértiles, y por eso producen una variedad de significados. Reconozco que las Escrituras son una riquísima e inagotable fuente de toda sabiduría; pero niego que su fertilidad consiste en los varios significados que cualquiera podría asignarle. Sepamos, entonces, que el verdadero significado de las Escrituras es lo natural y obvio; agarrémoslo y quedemos con él con firmeza. Dejemos a un lado como dudosos y más como corrupciones fulminantes, esas exposiciones aparentes que nos alejan del significado natural”.[13]
El resultado de dar a cada persona su lugar y dignidad como criatura capaz de determinar por sí sola cual debe ser su fe y su vocación en la vida, fue una diversidad de interpretaciones. El resultado de esto en el Protestantismo fue su fragmentación en varios movimientos y formas de pensar y vivir la realidad. A través de los casi quinientos años que siguieron, la multiplicación de grupos ha sido continua y parece hoy día mayor que nunca. La gran ganancia en significado y sentido de la fe para la persona humana, por un lado, tiene que ser medida por la pérdida del sentido de comunidad y responsabilidad mutua, por el otro. Además, la tendencia hacia la polarización del pensar y actuar dejó el triste resultado de que muchas corrientes cristianas rechazan la herencia del pasado y consideran que cada generación empieza de nuevo con la Biblia, ignorando la historia del trato de Dios con su pueblo en los dos últimos milenios.
La Palabra de la ortodoxia (1600-1700 d.C)
El énfasis en la enseñanza bíblica de los reformadores no significó que automáticamente a finales del siglo XVI todo el mundo tuviera su propia copia de la Biblia. Por el contrario, la mayoría abrumadora de la gente no sabía leer ni escribir. Y sólo hasta el siglo XIX podremos hablar de grandes avances en la educación pública y un descenso notable en el analfabetismo, aunque sólo en un número muy limitado de pueblos. Es verdad que los reformadores clásicos como Lutero y Calvino insistieron en la educación de los niños, y hasta cierto modo de las niñas. Sin embargo, tal educación llegó a ser realidad principalmente para las clases más altas de la sociedad durante los siglos siguientes y no para la mayoría de los pobres.
Por lo general, el uso de la Biblia se limitaba a los pastores y profesores para sus prédicas y su enseñanza. Ya en la generación que seguía a la de los reformadores, comienza el gran esfuerzo de sistematizar las doctrinas centrales y de defender los nuevos enfoques frente a la contrarreforma católico romana. La tendencia hacia una intelectualización de la fe fue en detrimento al mantenimiento del dinamismo y espiritualidad del movimiento reformador en sus primeras décadas. Con la aceptación de la fe protestante por pueblos y naciones enteras, cesó la persecución en éstas y la necesidad de luchar y sufrir por la fe. Esto dio paso a un período que podemos llamar de ortodoxia protestante, muchas veces con un enfriamiento mortal al espíritu de renovación y de cambio.
El uso de las Escrituras también fue seriamente afectado por esta corriente que se suele llamar “escolasticismo protestante”. Más importante que el compromiso personal de la fe y una interpretación experiencial del evangelio, el enfriamiento trajo el énfasis en credos y la comodidad con la situación social que progresivamente permitía libertad de cultos en los países protestantes, como en Alemania, Holanda, los países escandinavos, Suiza y Escocia. En Inglaterra, la situación fue mucho más complicada por la presencia dinámica del espíritu del Puritanismo. Sin embargo, en la iglesia nacional que se instauró en Inglaterra, el Anglicanismo, el formalismo eclesiástico y el racionalismo teológico abrió camino al Deísmo que tendía a naturalizar por completo el trascendentalismo bíblico. Allí no hubo espacio más para lo sobrenatural, lo milagroso, ni la unicidad de Jesucristo como salvador divino. La Biblia fue un gran texto de la vida moral, pero no la única y final autoridad espiritual para la iglesia.
La Palabra de la piedad personal (1660-1900 d.C)
Una segunda corriente fuerte en el protestantismo post-reforma surgió por medio del puritanismo inglés y del pietismo alemán. Los dos movimientos comparten la preocupación por la experiencia personal, el énfasis en el compromiso de cada individuo con Dios, la meta de la conversión y la salvación como el objeto de la fe y la dependencia de la gracia soberana de Dios en la consumación de la redención.
No obstante, hubo diferencias profundas también. El puritanismo surgió cien años antes del pietismo, y llevaba más del espíritu original de los grandes reformadores. Su centro de preocupación, aunque incluía al individuo y a la pequeña comunidad de los santos, se centralizó más en la comunidad espiritual como también en la comunidad política-social. Su ideal fue la reforma de la totalidad de la vida, del estado, de la iglesia y de las estructuras de la sociedad. Por lo tanto, su lectura de la Biblia estaba fuertemente afectada por este concepto del propósito de Dios en la historia y de la misión comprensiva de la Iglesia. En comparación, el pietismo se concentró mucho más en la piedad personal, la que fue estimulada y fortalecida en los pequeños grupos de estudio bíblico y oración. Como personas devotas, también les preocupaban las necesidades sociales, pero su esfuerzo no fue estructural sino más bien tenía el objetivo de aliviar el sufrimiento humano. Consecuentemente, su lectura de la Biblia fue orientada más a lo personal y moral.
Frente a la frialdad del racionalismo del siglo XVIII, lo que hizo estragos en la fe de las diferentes iglesias protestantes, surgieron dos fuertes movimientos de renovación durante los siglos XVIII y XIX. De gran significado fueron diversos líderes evangélicos como Jonatan Edwards, los hermanos Wesley y Jorge Whitefield. El movimiento metodista tuvo resultados que se extendieron hasta el presente. Su preocupación por la santidad de vida basada en un compromiso personal y evangélico, llegó a ser un fermento que ha seguido impregnando nuevos movimientos hasta la actualidad. Tanto el metodismo, como la Iglesia Nazarena, seguidos por algunos sectores del movimiento pentecostal, tienen su origen en los avivamientos de estos siglos.
La lectura bíblica en estas corrientes lleva un carácter fuertemente moral. No es extraño que de ellas, aunque sean muy criticadas a veces por sus tendencias apolíticas e individualistas, han surgido fuertes movimientos de mejoramiento y reformas sociales. La seriedad con que han tomado las instrucciones proféticas y novotestamentarias, los ha impulsado a una fidelidad ética admirable. A la vez, teniendo como base la vida y sacrificio de Jesús, les dio un fundamento seguro y continuado a su compromiso.
La Palabra totalmente otra (1915-1975 d.C)
Usamos en forma muy confusa la palabra “liberal” en la actualidad. La teología “liberal” clásica del fin del siglo XIX y el comienzo del siglo XX, fue caracterizada por H. Richard Niebuhr así: “...el liberalismo enseñaba que un Dios sin ira llevaba a hombres sin pecado a un reino sin juicio mediante las ministraciones de un Cristo sin cruz”.[14] Fue en contra de tal horizontalismo que surgió el movimiento que llamamos la “neo-ortodoxia”. Carlos Barth, en su famoso comentario a la Epístola a los Romanos (Römerbrief), criticó a la teología liberal. Barth sostenía que la Palabra de Dios es totalmente Otra; como Dios es el Creador trascendente, totalmente Otro que este mundo y la historia humana, así su Palabra, primero en Cristo y segundo en la Biblia, es Otra.
Para los liberales Barth fue un conservador, un reaccionario frente al desarrollo humano y el ideal deificado del progreso humano que sería alcanzado por la educación y el mejoramiento social. Además, Barth cuestionaba la famosa alta crítica bíblica alemana del siglo XIX. Por otra parte, fue también criticado por muchos ortodoxos por algunos de sus planteamientos teológicos.
Desde nuestra perspectiva, fue importante su llamado a escuchar la palabra trascendente de Dios en la Biblia. Junto con el deterioro social, la violencia creciente en el siglo XX, las capacidades inhumanas de victimizar al prójimo desatadas en las últimas décadas (incluyendo el contexto latinoamericano), el llamado de Barth, y de otros de su escuela, estimuló un estudio serio y responsable de la palabra de Dios. Es justo en el siglo XX que la lectura bíblica directa llegó a ser una posibilidad más real para la mayoría de la gente del mundo occidental.
La Palabra del Espíritu Santo (1900-2000 d.C)
En el siglo XX aparecieron otras reacciones a la naturalización de Dios por el liberalismo. La fe creciente en el potencial humano, en las posibilidades de la ciencia, en las promesas del paraíso terrenal arreglado por la tecnología, todo construido por la creatividad y la bondad humana, llegó a ser una gran ilusión para muchos. El arte abstracto, la música discordante, la literatura existencialista y la ideología individualista, apunta a un descontento con lo existente y con las promesas vacías de un futuro siempre mejor.
Paralelamente a esto, crecía una desconfianza en la capacidad de la razón humana de cumplir los pronósticos idealistas de un futuro mejor, muy en especial dentro de los círculos de la sociedad donde la mayoría no compartía las riquezas terrenales.
Todo esto afectó la fe cristiana profundamente. En los países “ricos” de Occidente, supuestamente los países “cristianos”, la adherencia y la participación en la Iglesia bajó en forma alarmante, especialmente en los países más viejos de Europa. Mientras tanto, en los Estados Unidos primero, y después en la América Latina y en otros países del tercer mundo, comenzó un nuevo movimiento del Espíritu: el Pentecostalismo. No es que tal movimiento y sus manifestaciones fueran nuevas en la historia de la Iglesia o que nunca hubieran existido, pero en forma inusitada, y en extensión e intensidad, fue algo nuevo y sorprendente en la historia cristiana reciente.
Con el pentecostalismo surge otra manera de leer la Biblia, no del todo separada del espíritu cuestionador de la época. Para muchos de los abandonados, marginados, y alienados por las promesas vacías de los líderes políticos y sociales, queda un solo recurso para la seguridad y la verdad: la palabra divina. No es, como en tiempos pasados, sólo una palabra racional o intelectual, sino una palabra del espíritu que da consuelo y esperanza. El Espíritu no es predecible, sino que irrumpe donde quiere; en el individuo, en la comunidad cristiana, en el mundo. Este Espíritu ¾dicen los pentecostales¾ me habla a mí personalmente; en lenguas, en mi espíritu, en sueños, en la prédica, en la oración. No hay seguridad en cuándo y en cómo, pero sí es seguro que me habla. Su presencia es inmediata, su poder es transformador, su consuelo es eterno.
La Palabra contextualizada (1960-2000 d.C)
En 1962 fue introducida por Shoki Coe la palabra “contextualización” como instrumento necesario para la interpretación de la Biblia. Era parte de una discusión más amplia sobre lo que se llamó “el círculo hermenéutico”.[15] Al principio estos conceptos fueron rechazados en América Latina en muchas comunidades conservadores por temor al relativismo. Pero, progresivamente, se impuso la convicción de que no existe interpretación fiel a la Escritura sin una aproximación contextual. Karl Barth solía decir que el cristiano necesita andar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra. Es decir, que la lectura de la Biblia desde un contexto particular no es una tarea meramente teórica o cognoscitiva sino una dimensión esencial de la definición de la misión de la iglesia y del creyente en el mundo.
En forma especial en América Latina las crisis de la pobreza, la militarización y el sufrimiento han contribuido a la irrupción de la historia en el proceso de la interpretación bíblica. Fue Juan Luis Segundo quien definió el círculo hermenéutico con más precisión. Son claves las preguntas que hacemos a la Biblia desde nuestra realidad actual. Alguien ha dicho que la Biblia no responde a preguntas que no le hacemos. Son, según Segundo, los continuos cambios de nuestra realidad presente, tanto individual como social, los que nos obligan “a interpretar de nuevo la revelación de Dios, a cambiar con ella la realidad, y por ende, a volver a interpretar … y así sucesivamente”.[16]
No leímos las Escrituras en un vacío, sino en nuestra situación histórica particular, en nuestra cultura, con nuestra forma de vivir. Si la Palabra de Dios no nos llega en el lenguaje de nuestro ser, es una imposición sin significado vital. Como lo expresa René Padilla:
“Es urgente la necesidad de una lectura del evangelio desde cada situación histórica particular, bajo la dirección del Espíritu Santo. La contextualización del evangelio sólo puede ser el resultado de una lectura nueva y abierta de las Escrituras, con una hermenéutica en que el evangelio y la situación entren en un diálogo cuyo propósito sea colocar a la iglesia bajo el señorío de Jesucristo”.[17]
Sobre el mismo tema, Juan Stam afirma:
“El pueblo evangélico latinoamericano, llenos del Espíritu Santo y también plenamente inmersos en nuestra misión histórica, estamos frente al mayor reto hermenéutico de nuestra historia: oír, con nuevos ‘oídos’ abiertos cada día por el Espíritu, la Palabra viva del Señor de la historia, quien nos llama, aquí y ahora, a entender los tiempos, escuchar su Palabra, y hacer su voluntad”.[18]
Conclusiones:
Este breve repaso de algunas de las maneras de leer la Biblia en la historia de la Iglesia es limitado y apenas y se refiere a algunas de las corrientes principales. Hubo, por supuesto, muchas más. Sin embargo, creo que es importante recordar esta historia por tres razones.
- Nos muestra la riqueza de las formas en que Dios ha utilizado su palabra para llegar a la gente en su propio contexto y en su propia cultura. Sería difícil para nosotros juzgar a los grandes héroes de la fe de cualquier generación y apuntar nuestro dedo en juicio. La gran mayoría respondieron a su momento histórico según la luz que tenían, y debemos dar gracias por esto.
- Nos enseña humildad frente a nuestro momento histórico, sabiendo que nosotros también debemos de tener cuidado de no ser demasiado dogmáticos acerca de nuestra propia forma de leer y entender la Biblia. Nosotros también podemos estar ciegos, o en otros momentos orgullosos y a veces rebeldes frente a lo que otra perspectiva o generación ve con claridad.
- Nos da esperanza, sabiendo que el Dios de la historia, el Padre de nuestro Señor Jesús, y quien envía su Santo Espíritu, sabe lo que es mejor para nosotros. Nos llama a interpretar su palabra con el espíritu de amor en comunidad, no sólo para nuestro propio crecimiento sino para que, como oraba nuestro Señor, la voluntad de nuestro Padre celestial se cumpla en la tierra como se cumple en el cielo. Debemos leer la Palabra de Dios para llegar a esta meta, pidiendo al Espíritu Santo su dirección.
Notas:
[1] Primera Carta a los Corintios, Cap. XII.
[2] Carta a los Romanos, 6.3.
[3] Ibid, 1,2; 2,1; 4,1.
[4] Cf. Thomas Wood, p. 42.
[5] Jean Danielou, Orígenes, págs. 214-217.
[6] “Fragmento sobre Deuteronomio 1, 21”, en Padres Griegos, 17, 21.
[7] Confesiones, vi, 4.
[8] Citado en Williston Walker, History of the Christian Church, p. 188.
[9] Citado en H. J. Carpenter, “La Biblia en la Iglesia Primitiva”, en Corrientes de interpretación de la Biblia.
[10] Summa contra gentiles, libro 4, cap. 29.
[11] Summa Teológica, cuestión 1, artículo 10.
[12] Actas Sacrosantas de los Concilios de la Iglesia.
[13] Comentario sobre la Epístola de Pablo a los Gálatas, 4, 22.
[14] Citado en John Dillenberger, El cristianismo protestante, p. 210.
[15] Juan Stam ofrece una síntesis excelente del desarrollo histórico y hermenéutico de este proceso en “La Biblia, el lector y su contexto histórico, pautas para una hermenéutica evangélica contextual”, Boletín Teológico, (Buenos Aires, Argentina), vol. 10-11, abril a septiembre 1983, pp. 27-73.
[16] Ibid., pp. 48-49.
[17] Citado en ibid., pp. 63.
[18] Idem.
Fuente: Fraternidad Teológica Latinoamericana
Sobre el autor:
Sidney Rooy, estadounidense con largos años de residencia en América Latina, se doctoró en Historia de la Iglesia y la Misión por la Universidad Libre, Amsterdam, Holanda. Es Profesor asociado del InstitutoSuperior Evangélico de Estudios Teológicos, de Buenos Aires, y de la Universidad Bíblica Latinoamericana (UBL) y la Universidad Evangélica a Las Naciones (UNELA) de San José, Costa Rica
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