Amasando pan o haciendo letreros, por Paul W. Powell



El primer ingrediente del culto significativo es la predicación de la palabra de Dios. Para que el culto sea vivo y dinámico, la predicación debe ser buena. Por buena quiero decir sermones bíblicos bien preparados y bien presentados.  La revelación de Dios quedó completa en Jesucristo. Judas habla de “la fe que ha sido una vez dada a los santos.” La palabra griega que se traduce “una vez” literalmente significa “de una vez por todas.” 

Dios se ha revelado plena y finalmente en Cristo. No hay nada que añadir o quitar de su revelación registrada en la Biblia. Así, la Biblia es la manera primordial en que Dios nos habla hoy.  Esa revelación necesita que se la vuelva a expresar, que se la vuelva a aplicar, y que se la vuelva a interpretar en toda generación, pero no se le puede añadir nada. Eso es lo que básicamente hace la predicación: interpreta y aplica la verdad eterna de Dios al mundo de hoy. 

La importancia de la predicación no se puede apreciar demasiado. El apóstol Pablo dice que “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Cor. 1:21). Cuando se predica el evangelio con sencillez y poder, es lo más importante que sucede en cualquier momento, en cualquier parte. 

Pero en algunos casos, con el énfasis en el mercadeo de la iglesia, la predicación se ha prostituido en el altar de la opinión pública y el atractivo popular. 

Pero en algunos casos, con el énfasis en el mercadeo de la iglesia, la predicación se ha prostituido en el altar de la opinión pública y el atractivo popular. Más y más se nos dice que debemos predicar sermones que “nos hagan sentir bien,” y que traten de las “necesidades que se sienten.” El resultado es que en algunas iglesias usted con más probabilidad puede recibir un masaje que un mensaje. Estamos dándole a la gente biberón psicológico cuando lo que necesitan es la penicilina del evangelio. 

Desaparecidos, o desapareciendo rápidamente, son los temas clásicos del pecado y del arrepentimiento, de la ira de Dios y del juicio, del sacrificio y del servicio, y de estar dispuesto a sufrir por la causa de Cristo. Muchos predicadores de hoy simplemente han eliminado el pecado de su vocabulario. Su meta parece ser no ofender a nadie, incluyendo al diablo. 

Toda generación de predicadores ha enfrentado la tentación de decirle a la gente lo que quieren oír. Siempre ha habido quienes quieren que les acaricien las orejas, y siempre habrá predicadores listos para acariciárselos. El apóstol Pablo advirtió que llegaría el día cuando la gente “teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias” (2 Tim. 4:3). Fue en ese contexto que Pablo dijo: “que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tim. 4:2). 

Predicar, en su mejor expresión, es abrir los ojos, aguijonear la conciencia, y atizar nuestros corazones hacia Dios. Si sabemos lo que es bueno para nosotros volveremos a lo básico. Dejaremos de predicar un evangelio aguado a una generación aguada. Dejaremos de dar seis pasos fáciles para conservar el gozo en su vida a gente que no sabe que la vida no es fácil. Volveremos a predicar el camino angosto. 

Un laico expresó los anhelos de muchos cuando me dijo hace poco, y no estaba tratando de criticar a su pastor: “No me importan mucho esas astutas series de sermones. Quiero que mi pastor reciba un mensaje de Dios cada semana. Y cuando voy a la iglesia necesito un sermón, no una charla psicológica.” 
Helmut Thielicke cuenta que una vez caminaba por una calle de Hamburgo, Alemania, como a la hora de la mañana, cuando el desayuno ya no es, sino recuerdo y el almuerzo todavía está a dos horas. Vio un rótulo en un establecimiento. Decía: “SE VENDE PAN FRESCO.” 

Tal como el perro de Pavlov, su boca empezó a hacérsele agua, su estómago a gruñir y su mente a decir: “¿por qué no? Un pan fresco, caliente, recién sacado del horno, no arruinará gran cosa tu almuerzo.” Entró al local y pidió una tajada de pan. El empleado sonrió y le dijo: “Señor, lo lamento. Nosotros no hacemos pan. Hacemos letreros.” 

Sería trágico que alguna alma hambrienta, alguna persona con hambre espiritual, llegue a su iglesia tan solo para descubrir que ustedes sirven mejor para el mercadeo de la iglesia que para predicar el evangelio, y que no producen lo que prometen.

Fuente:
Texto extraído del libro  Pastoreando las ovejas en las iglesias pequeñas, por Paul W. Powell, publicado por  George W. Truett Theological Seminar.
Este título y otros libros de Powell los puedes descargar gratis desde este enlace
https://www.nexocristiano.com/2020/06/pastoreando-las-ovejas-en-las-iglesias.html



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